miércoles, 19 de septiembre de 2007

Atocha

Una calle, una ronda, una estación de ferrocarril, una parada de metro, e incluso una virgen. El nombre de Atocha bautiza numerosos lugares de la zona, y en un día como hoy vuelve a resonar en los medios de comunicación con motivo de la presentación de la segunda hija de los príncipes de Asturias en la Basílica de Atocha. Aunque eso a mí me importa de poco a nada.

Desde pequeña, "vamos a Atocha" llevaba asociado visitar a mis abuelos paternos, Daniel y Dolores, y a la tía Loli y la tía Conchi que, hasta donde soy capaz de echar la vista atrás, ya se hacían cargo de ellos. También había personajes invitados, como la tía Toñi, o Valen(tina), y muy ocasionalmente alguna vecina decrépita. La cita tenía lugar una vez por semana, el viernes por la noche, ineludiblemente, al igual que el sábado por la tarde estaba reservado a los abuelos por parte de madre (y los huevos Kinder que Carlos y Lola habían comprado para los cuatro nietos), hasta que mi hermano y yo crecimos y empezamos a dar otros usos a nuestros fines de semana, saliendo o quedando con nuestros pares.

Nos gustaba visitarlos. Guardo muy buenos recuerdos de las tortillas de patata, los boquerones en vinagre, el queso El Ventero y la nevera dulce perenne, llena de postres y de helados (una de mis tías trabajaba en Nestlé). Era una rutina sana y agradable la de jugar a las cartas con mi abuelo, que apenas podía caminar o articular frases completas debido a una parálisis, pero que con un simple apretón de manos (aún hoy no se me olvidan) o su característico "¡maja, maja!", entre risas, te decía más que un te quiero verbalizado y te recordaba que su cabeza funcionaba mejor de lo que el conjunto de su cuerpo aparentaba. Poco a poco se fueron apagando, él y otros tíos-abuelos que vivían en el mismo edificio, de forma tan silenciosa que todavía a veces, como esta tarde en el salón, tengo que pararme a pensar si no estarán en el baño, o echándose la siesta, para volver a ocupar dentro de un rato su hueco en el sillón, y mirar la tele, hacer crucigramas o rezar el rosario.

Dicen que sobrevino con el calor de este verano. Hasta entonces, mi abuela paterna podía presumir de estar más lúcida que yo, con sus casi 100 años. Me vacilaba, irónica hasta la médula, con su vocecilla rasgada me preguntaba "¿Y qué tal va el Julianico?". En mi reencuentro con ella hoy, por el contrario, me ha preguntado por "Javi", el marido de mi prima, de donde he deducido que algo fallaba, como sucedió hace tres o cuatro años, en una primera ola de síntomas de Alzheimer (o cualquier otra enfermedad degenerativa), que remitió igual que vino. Ya no es la misma. Tiene la mirada perdida, te ve pero no te reconoce del todo, mira con extrañeza; juguetea con todo lo que cae en sus manos, no es capaz de concentrarse para leer su librillo de oraciones, y van tres rosarios extraviados (mal augurio). En un momento dado, medio percatándose de su estado, me coge la mano y me dice "Hija, voy del revés, ¿no?". Intentas explicarle a la yaya que no pasa nada, qué más da si te confunde con otra, con tal de que no se sienta sola, de que me sienta. Le acaricias la cara deseando que la sensación la remita a las de antaño, y de paso a la mano que acaricia, y de paso a mí, su nieta la pequeña. Poder arrancarla del proceso de borrado, a lo Eternal Sunshine of the Spotless Mind, solo que involuntario.

No sé si todos los primeros contactos con el Alzheimer son así de desagradables. Me vuelvo a casa ausente, sumida en mis cavilaciones.
Cuando la gente no te recuerda, no existes.


[Suena: It's A Fire - Portishead]

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